Señor, abre nuestros oídos a la
escucha de tu Palabra. Queremos aceptarte a ti mismo a través de tu Palabra.
Dame un corazón sencillo para aceptarte.
Marcos 6, 1-6
1 Al irse Jesús de allí, volvió a su tierra, y sus discípulos se fueron
con él. 2 Cuando llegó el sábado, se puso a enseñar en la sinagoga y mucha gente
lo escuchaba con estupor. Se preguntaban: «¿De dónde le viene todo esto? ¿Y qué
pensar de la sabiduría que ha recibido, con esos milagros que salen de sus
manos? 3 Pero no es más que el carpintero, el hijo de María; es un hermano de
Santiago, de Joset, de Judas y Simón. ¿Y sus hermanas no están aquí entre
nosotros?» Se escandalizaban y no lo reconocían.
4 Jesús les dijo: «Si hay un lugar donde un profeta es despreciado, es en
su tierra, entre sus parientes y en su propia familia.» 5 Y no pudo hacer allí
ningún milagro. Tan sólo sanó a unos pocos enfermos imponiéndoles las manos. 6 Jesús se admiraba de
cómo se negaban a creer.
Palabra
del Señor. Gloria a Ti, Señor, Jesús.
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a)
A partir de aquí, y durante tres capítulos, Marcos nos va a ir presentando cómo
reaccionan ante la persona de Jesús sus propios discípulos. Antes habían sido
los fariseos y luego el pueblo en general: ahora, los más allegados.
De
nuevo se ve que Jesús no tiene demasiado éxito entre sus familiares y vecinos
de Nazaret. Sí, admiran sus palabras y no dejan de hablar de sus curaciones
milagrosas. Pero no aciertan a dar el salto: si es el carpintero, «el hijo de
María» y aquí tiene a sus hermanos, ¿cómo se puede explicar lo que hace y lo
que dice? «Y desconfiaban de él». No llegaron a dar el paso a la fe: «Jesús se
extrañó de su falta de fe». Tal vez si hubiera aparecido como un Mesías más
guerrero y político le hubieran aceptado.
Se
cumple una vez más lo de que «vino a los suyos y los suyos no le recibieron», o
como lo expresa Jesús: «nadie es profeta en su tierra». El anciano Simeón lo
había dicho a sus padres: que Jesús iba a ser piedra de escándalo y señal de
contradicción.
Lo
de llamar «hermanos» a Santiago, José, Judas y Simón, nos dicen los expertos
que en las lenguas semitas puede significar otros grados de parentesco, por
ejemplo primos. De dos de ellos nos dirá más adelante Marcos (15,40) quién era
su madre, que también se llamaba María.
b)
Equivalentemente, nosotros somos ahora «los de su casa», los más cercanos al
Señor, los que escuchamos su Palabra. ¿Puede hacer «milagros» porque en verdad
creemos en él, o se puede extrañar de nuestra falta de fe y no hacer ninguno?
¿No es verdad que algunas veces otras personas más alejadas de la fe nos
podrían ganar en generosidad y en entrega?
La
excesiva familiaridad y la rutina son enemigas del aprecio y del amor. Nos
impiden reconocer la voz de Dios en los mil pequeños signos cotidianos de su
presencia: en los acontecimientos, en la naturaleza, en los ejemplos de las
personas que viven con nosotros, a veces muy sencillas e insignificantes según
el mundo, pero ricas en dones espirituales y verdaderos «profetas» de Dios.
Tal
vez podemos defendernos de tales testimonios como los vecinos de Nazaret, con
un simple: «¿Pero no es éste el carpintero?», y seguir tranquilamente nuestro
camino. ¿Cómo podía hablar Dios a los de Nazaret por medio de un obrero
humilde, sin cultura, a quien además conocen desde hace años? ¿Cómo puede el
«hijo de María» ser el Mesías?
Es
algo parecido a lo que sucede en los que no acaban de aceptar la figura de la
Virgen María tal como aparece en las páginas del evangelio, sencilla, mujer de
pueblo, sin milagros, experta en dolor, presente en los momentos más críticos y
no en los gloriosos y espectaculares. Prefieren milagros y apariciones:
mientras que Dios nos habla a través de las cosas de cada día y de las personas
más humildes. La figura evangélica de María es la más recia y la más cercana a
nuestra vida, si la sabemos leer bien.
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Señor, perdona mi falta de confianza en ti. No
haces prodigios para mí porque yo, como los nazarenos, no creo en ti. Ayúdame,
Señor. Tú no estás lejos de mí: soy yo el que estoy lejos de mí mismo y de ti. Aumenta
mi fe en ti. Amén
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