sábado, 24 de agosto de 2013

¿Son pocos los que se salvan?

    

Lucas 13:22-30
"En su camino a Jerusalén, Jesús enseñaba en los pueblos y aldeas por donde pasaba. Uno le preguntó: —Señor, ¿son pocos los que se salvan? Y él contestó: —Procuren entrar por la puerta angosta; porque les digo que muchos querrán entrar, y no podrán. Después que el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, ustedes, los que están afuera, llamarán y dirán: “Señor, ábrenos.” Pero él les contestará: “No de dónde son ustedes.” Entonces comenzarán ustedes a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y enseñaste en nuestras calles.” Pero él les contestará: “No de dónde son ustedes. ¡Apártense de mí, malhechores!” Entonces vendrán el llanto y la desesperación, al ver que Abraham, Isaac, Jacob y todos los profetas están en el reino de Dios, y que ustedes son echados fuera. Porque va a venir gente del norte y del sur, del este y del oeste, para sentarse a comer en el reino de Dios. Entonces algunos de los que ahora son los últimos serán los primeros, y algunos que ahora son los primeros serán los últimos."
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Hay una pregunta que desde siempre se han planteado los creyentes: ¿son muchos o pocos los que se salvan? En ciertas épocas, este problema se hizo tan agudo que llevó a algunas personas a una angustia terrible. El Evangelio nos informa que un día este problema fue planteado a Jesús: «Una persona le preguntó: "Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?"». La pregunta, como se ve, se refiere al número: ¿cuántos se salvan, muchos o pocos? Jesús cambia el centro de la atención del cuántos al cómo es posible salvarse, es decir, entrando por «la puerta estrecha».
Es la misma actitud que se constata al afrontar el tema del regreso final de Cristo. Los discípulos le preguntaron cuándo regresará el Hijo del Hombre y Jesús responde indicando cómo prepararse para ese regreso (Cf. Mateo 24,3-4). Esta manera de actuar de Jesús no es extraña ni descortés. Es simplemente la actuación de quien quiere educar a los discípulos a pasar del nivel de la curiosidad al de la auténtica sabiduría; de las cuestiones ociosas que apasionan a la gente a los auténticos problemas de la vida. De aquí podemos comprender la absurdidad de aquellos, como los Testigos de Jehová, que creen saber incluso el número exacto de los salvados: 144 mil. Este número, que aparece en el Apocalipsis, tiene un valor meramente simbólico (el cuadrado de 12, el número de las tribus de Israel, multiplicado por mil) y se explica en esta expresión: «una multitud inmensa, que nadie podía contar» (Apocalipsis 7, 4. 9). Después de todo, si ése es realmente el número de los salvados, entonces podríamos ahorrar todo esfuerzo, nosotros y ellos. En la puerta del paraíso deberían haber escrito desde hace tiempo, como en el ingreso de algunos aparcamientos, el cartel «Completo».
Si, por tanto, a Jesús no le interesa revelarnos el número de los salvados, sino más bien la manera de salvarse, veamos qué es lo que nos dice en este sentido. Dos cosas esencialmente: una negativa y una positiva; la primera, lo que no sirve, después lo que sirve para salvarse. No sirve, o no basta, el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza, tradición o institución, aunque fuera el pueblo elegido del que procede el Salvador. Lo que lleva a la salvación no es la posesión de algún título («Hemos comido y bebido contigo»), sino una decisión personal, seguida por una conducta de vida coherente.
Esto queda más claro todavía en el texto de Mateo, que pone en contraste entre dos caminos y dos puertas, una estrecha y la otra amplia (Cf. Mateo 7, 13-14). ¿Por qué les llama a estos dos caminos respectivamente el "amplio" y el "estrecho"? ¿Es siempre fácil y agradable el camino del mal, y duro y cansado el del bien? En esto hay que estar atentos para no caer en la típica tentación de creer que a los malvados todo les va magníficamente bien aquí, mientras que por el contrario a los buenos todo les sale mal.
La senda de los impíos es amplia, sí, pero sólo al inicio. En la medida en que se adentran en ella, se hace estrecha y amarga. Se hace, en todo caso, sumamente estrecha al final, pues acaba en un callejón sin salida. La alegría que en ella se experimenta tiene como característica el disminuir según se experimenta, hasta crear náuseas y tristeza.
Se puede constatar en cierto tipo de embriaguez, como con la droga, el alcohol o el sexo. Se necesita una dosis o un estímulo cada vez más fuerte para producir un placer de la misma intensidad. Hasta que el organismo deja de responder y entonces tiene lugar es derrumbe, con frecuencia incluso físico.
La senda de los justos, por el contrario, es estrecha al inicio, pero después se hace amplia, pues en ella encuentran esperanza, alegría y paz del corazón. Lleva a la vida y no a la muerte.
Padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia




martes, 20 de agosto de 2013

Los últimos serán primero y los primeros, últimos

           


Mateo 20:1-16

"Sucede con el reino de los cielos como con el dueño de una finca, que salió muy de mañana a contratar trabajadores para su viñedo. Se arregló con ellos para pagarles el salario de un día, y los mandó a trabajar a su viñedo. Volvió a salir como a las nueve de la mañana, y vio a otros que estaban en la plaza desocupados. Les dijo: “Vayan también ustedes a trabajar a mi viñedo, y les daré lo que sea justo.” Y ellos fueron. El dueño salió de nuevo a eso del mediodía, y otra vez a las tres de la tarde, e hizo lo mismo. Alrededor de las cinco de la tarde volvió a la plaza, y encontró en ella a otros que estaban desocupados. Les preguntó: “¿Por qué están ustedes aquí todo el día sin trabajar?” Le contestaron: “Porque nadie nos ha contratado.” Entonces les dijo: “Vayan también ustedes a trabajar a mi viñedo.” »Cuando llegó la noche, el dueño dijo al encargado del trabajo: “Llama a los trabajadores, y págales comenzando por los últimos que entraron y terminando por los que entraron primero.” Se presentaron, pues, los que habían entrado a trabajar alrededor de las cinco de la tarde, y cada uno recibió el salario completo de un día. Después, cuando les tocó el turno a los que habían entrado primero, pensaron que iban a recibir más; pero cada uno de ellos recibió también el salario de un día. Al cobrarlo, comenzaron a murmurar contra el dueño, diciendo: “Éstos, que llegaron al final, trabajaron solamente una hora, y usted les ha pagado igual que a nosotros, que hemos aguantado el trabajo y el calor de todo el día.” Pero el dueño contestó a uno de ellos: “Amigo, no te estoy haciendo ninguna injusticia. ¿Acaso no te arreglaste conmigo por el salario de un día? Pues toma tu paga y vete. Si yo quiero darle a éste que entró a trabajar al final lo mismo que te doy a ti, es porque tengo el derecho de hacer lo que quiera con mi dinero. ¿O es que te da envidia que yo sea bondadoso?” »De modo que los que ahora son los últimos, serán los primeros; y los que ahora son los primeros, serán los últimos."

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Hoy, la Palabra de Dios nos invita a ver que la “lógica” divina va mucho más allá de la lógica meramente humana. Mientras que los hombres calculamos («Pensaron que cobrarían más»: Mt 20,10), Dios —que es Padre entrañable—, simplemente, ama («¿Va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?»: Mt 20,15). Y la medida del Amor es no tener medida: «Amo porque amo, amo para amar» (San Bernardo).

Pero esto no hace inútil la justicia: «Os daré lo que sea justo» (Mt 20,4). Dios no es arbitrario y nos quiere tratar como hijos inteligentes: por esto es lógico que haga “tratos” con nosotros. De hecho, en otros momentos, las enseñanzas de Jesús dejan claro que a quien ha recibido más también se le exigirá más (recordemos la parábola de los talentos). En fin, Dios es justo, pero la caridad no se desentiende de la justicia; más bien la supera (cf. 1Cor 13,5).

Un dicho popular afirma que «la justicia por la justicia es la peor de las injusticias». Afortunadamente para nosotros, la justicia de Dios —repitámoslo, desbordada por su Amor— supera nuestros esquemas. Si de mera y estricta justicia se tratara, nosotros todavía estaríamos pendientes de redención. Es más, no tendríamos ninguna esperanza de redención. En justicia estricta no mereceríamos ninguna redención: simplemente, quedaríamos desposeídos de aquello que se nos había regalado en el momento de la creación y que rechazamos en el momento del pecado original. Examinémonos, por tanto, de cómo andamos de juicios, comparaciones y cálculos cuando tratamos con los demás.

Además, si de santidad hablamos, hemos de partir de la base de que todo es gracia. La muestra más clara es el caso de Dimas, el buen ladrón. Incluso, la posibilidad de merecer ante Dios es también una gracia (algo que se nos concede gratuitamente). Dios es el amo, nuestro «propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña» (Mt 20,1). La viña (es decir, la vida, el cielo...) es de Él; a nosotros se nos invita, y no de cualquier manera: es un honor poder trabajar ahí y podernos “ganar” el cielo.

Rev. P. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)