Amen
a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada a cambio. Entonces la
recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, que es bueno con
los ingratos y los pecadores.
(Lucas 6, 35)
¡Cuánto
valoramos una mano amiga ante las necesidades! ¡Qué bien nos hemos sentido
cuando alguien nos ha ayudado o hemos ayudado a alguien en momentos de
dificultad! En ambos momentos hemos percibido el valor de la SOLIDARIDAD.
Precisamente
de ese valor quisiera compartir contigo esta reflexión.
Quisiera
comenzar recordando la historia de San Maximiliano María Kolbe. (Polonia, 8 de
enero de 1894 - Auschwitz, 14 de agosto de 1941). Fue un fraile franciscano
conventual polaco muerto por los nazis en un campo de concentración durante la
Segunda Guerra Mundial. Un ejemplo emblemático de SOLIDARIDAD. Para ello te
invito a ver este video y luego que sigas leyendo la reflexión que te dejo
sobre este valor.
La solidaridad la define el diccionario como: “adhesión circunstancial a la causa o a la empresa
de otros”. Es un sentido de pertenencia a la sociedad que inclina a la persona
a sentirse unido a sus semejantes y a colaborar con ellos.
La
solidaridad no es una obligación ni un sentimiento superficial. No se puede ver
como un simple deber por pertenecer a un grupo (familiar, laboral, político o
religioso), ni como un sentimiento que me nace cuando veo a los demás ante
necesidades. Es más bien una actitud de entrega, de apoyo, de colaboración que
se asume voluntariamente, de forma constante y que supone generosidad.
En
la tragedia del estado Vargas (Venezuela), en el año 1999, así como en los
diversos embates de la naturaleza que nuestro pueblo ha sufrido, hemos visto la
solidaridad del venezolano y de los otros pueblos de Latinoamérica y del mundo.
Sin embargo, ser solidario no puede circunscribirse sólo a momentos de aprieto.
Seremos verdaderamente solidarios, si habitualmente apoyamos a los demás. Si
nuestra conciencia nos hace un llamado reiterado a la igualdad, a buscar soluciones
para aliviar la pobreza, la marginación y la falta de recursos de otros seres
humanos.
La
solidaridad no puede ser tampoco un mero sentimentalismo. No es que no se deba “experimentar
sentimientos” ante las necesidades ajenas. Eso es humano. Lo malo es otorgar a
los sentimientos la dirección de la conducta. Que sean ellos los que desencadenen
nuestras respuestas o utilizarlos como criterio para la acción. Si así fuese,
cuando “no sienta nada” no me moveré a socorrer y actuaré indiferente ante las
dificultades ajenas. Más bien debemos pasar del corazón a la razón y de ahí a
la acción comprometida.
Quizá
la mejor manera de poder lograr el hábito de la solidaridad es comprometerse como
voluntario en un grupo organizado. Por ejemplo, en la acción social parroquial,
en los consejos comunales, en los
bomberos, en los hospitales o en cualquier otro que exista, que nos brinde un
espacio para la solidaridad. Ningún ser humano nos debe ser indiferente, siempre
habrá una forma de manifestar nuestra solidaridad.
Hace
algún tiempo un joven, hablándole de la importancia de ser solidario con los
demás, me dijo que se le hacía difícil vivirla y practicarla, porque no siempre
veía a una “viejita” cruzar una calle para apoyarla. La solidaridad no es meramente
circunstancial. Implica compartir tiempo, espacio y energía con todos los demás
miembro de la sociedad, cooperar y comprometerse. Todos, de alguna manera,
podemos poner nuestro “granito de arena” para paliar el sufrimiento ajeno y
ayudar al prójimo en sus necesidades.
Vivir
la solidaridad llena el corazón de seguridad, estímulo y paz. ¿Quién no ha
experimentado la alegría de poder ser útil a los otros y ver sonreír a quien se
apoya o ayuda ante la adversidad? Uno se ve estimulado a auxiliar a los demás
de manera frecuente y se posee la convicción de que es la manera correcta de
obrar en esas circunstancias.
En
la solidaridad el interés por los demás debe ser genuino, sin motivaciones
ocultas que puedan enturbiar la ayuda prestada. Si somos solidarios con los
demás para conseguir “votos”, “fama”, “prebendas”, etc, dejamos de ser
solidarios para convertirnos en interesados, usureros, aprovechados, en fin,
miserables. Eso suele proyectarse, verse a flor de piel, cuando la solidaridad
no es verdadera. Se le identifica con el egoísta, con el que no presta ayuda. Y
no podemos olvidar que el egoísmo es pagado por los demás con frialdad, lejanía
y aislamiento. Se recoge lo que se siembra.
La
solidaridad debe prestarse en la vida diaria y de todas las formas posibles. A veces
es más fácil prestar ayuda a gente lejana a nosotros que a esas otras que se
convive a diario. La familia, el trabajo o la comunidad son espacios magníficos
en la que podemos ser solidarios de forma habitual. Con los que cohabitamos podemos
dar diversas manifestaciones de solidaridad. Por ejemplo, hasta de manera
verbal. Dar apoyo moral, escucha atenta, acompañamientos, servicios, etc.
Finalmente,
tendríamos que aprender a pedir ayuda. Que sean solidarios con nosotros depende
de nosotros mismos. No conviene suponer que se darán cuenta, ni dejarse llevar
por el orgullo del que piensa que sólo saldrá adelante.
Preguntas
que pueden ayudar a interiorizar este valor de la solidaridad: ¿Me siento
responsable por la suerte de los demás? ¿Detecto y me duele cualquier
injusticia que se cometa con una persona? ¿Tengo la determinación de trabajar
por los demás, por la sociedad, por el bien común? ¿Dedico tiempo y espacio a
obras de solidaridad?
Qué dificil es ser solidarios en estos tiempos y en este país, donde la justicia está por el piso. Sin duda la solidaridad debe estar acompañada por la caridad, es la principal de las virtudes. Sin eso, sería todo vacío o hasta no existiría.
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