sábado, 15 de octubre de 2016

Marcos 1, 40-45


Espíritu Santo, ilumíname con la luz de tu Palabra para ella sea luz en mi caminar, que ella sea la Palabra sanadora que necesito.

Marcos 1, 40-45

40 Se le acercó un leproso, que se arrodilló ante él y le suplicó: «Si quieres, puedes limpiarme.» 41 Sintiendo compasión, Jesús extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero, queda limpio.» 42 Al instante se le quitó la lepra y quedó sano. 43 Entonces Jesús lo despidió, pero le ordenó enérgicamente: 44 «No cuentes esto a nadie, pero vete y preséntate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que ordena la Ley de Moisés, pues tú tienes que hacer tu declaración.»
Pero el hombre, en cuanto se fue, empezó a hablar y a divulgar lo ocurrido, 45 de tal manera que Jesús ya no podía entrar públicamente en el pueblo; tenía que andar por las afueras, en lugares solitarios. Pero la gente venía a él de todas partes. Palabra del Señor

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a) Se van sucediendo, en el primer capítulo de Marcos, los diversos episodios de curaciones y milagros de Jesús. Hoy contemplamos la del leproso: «sintiendo lástima, extendió la mano» y lo curó. La lepra era la peor enfermedad de su tiempo. Nadie podía tocar ni acercarse a los leprosos. Jesús sí lo hace, como protestando contra las leyes de esta marginación.

El evangelista presenta, por una parte, cómo Jesús siente compasión de todas las personas que sufren. Y por otra, cómo es el salvador, el que vence toda manifestación del mal: enfermedad, posesión diabólica, muerte. La salvación de Dios ha llegado a nosotros.

El que Jesús no quiera que propaguen la noticia se debe a que la reacción de la gente ante estas curaciones la ve demasiado superficial. Él quisiera que, ante el signo milagroso, profundizaran en el mensaje y llegaran a captar la presencia del Reino de Dios. A esa madurez llegarán más tarde.

b) Para cada uno de nosotros Jesús sigue siendo el liberador total de alma y cuerpo. El que nos quiere comunicar su salud pascual, la plenitud de su vida.

Cada Eucaristía la empezamos con un acto penitencial, pidiéndole al Señor su ayuda en nuestra lucha contra el mal. En el Padre nuestro suplicamos: «Líbranos del mal». Cuando comulgamos recordamos las palabras de Cristo: «El que me come tiene vida».

Pero hay también otro sacramento, el de la Penitencia o Reconciliación, en que el mismo Señor Resucitado, a través de su ministro, nos sale al encuentro y nos hace participes, cuando nos ve preparados y convertidos, de su victoria contra el mal y el pecado.

Nuestra actitud ante el Señor de la vida no puede ser otra que la de aquel leproso, con su oración breve y llena de confianza: «Señor, si quieres, puedes curarme». Y oiremos, a través de la mediación de la Iglesia, la palabra eficaz: «quiero, queda limpio», «yo te absuelvo de tus pecados».

La lectura de hoy nos invita también a examinarnos sobre cómo tratamos nosotros a los marginados, a los «leprosos» de nuestra sociedad, sea en el sentido que sea. El ejemplo de Jesús es claro. Nosotros deberíamos imitarle: «que nos preocupemos de compartir en la caridad las angustias y las tristezas, las alegrías y las esperanzas de los hombres, y así les mostremos el camino de la salvación».

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Concédeme, Señor Jesús, entrar contigo en la voluntad del Padre: que yo quiera lo que quiere él, que yo crea que él quiere siempre la salvación. Concédeme, con la fuerza del Espíritu, desear y pedir la verdadera curación.

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